Qué esperar cuando vas a volar en parapente
Aún recuerdo mi primer vuelo en parapente. De esto hace ya muchos, muchos años.
Sólo necesito pararme un momento y cerrar los ojos para vivir aquella primera sensación casi con la misma plenitud de entonces.
PARAPENTE
Antes de despegar estaba muy nervioso (bastante mas que “muy”, he de confesar) al fin y al cabo, yo sólo había ido por acompañar a una amiga, Beatriz (seguro que te acuerdas de esto).
Desde que decidí apuntarme al plan tuve constantemente en la cabeza un molesto y chirriante pensamiento que me garantizaba con máxima seguridad que toda aquella aventura iba a ser imposible de asimilar. Ese pensamiento alimentaba mis nervios a modo de potente fertilizante. Así las cosas, abonado y preparado el terreno, cuando llegó el día, mi inquietud floreció en todo su esplendor.
Siempre me ha encantado la montaña, desde aquel primer viaje con el instituto, al trote sobre mis 15 años.
Visto hoy bajo la luz de la inconsciencia, apurando al conductor para llegar (por aquel entonces los autobuses escolares aun subían hasta los refugios de montaña) desafiábamos caminos y curvas imposibles como quien pasea por un tranquilo parque.
Recuerdo las ruedas rascando el borde y todos nosotros asomados a la ventana, al precipicio y a la ignorancia, gritando en cada curva…. “Uuuuuuy”. Todo aquello me parecía majestuoso, aquellas paredes, aquellos vacíos, los ríos, el mar de vegetación. Quería recorrer cada uno de sus rincones.
Desde aquel momento, cada vez que tenía oportunidad me iba a patear la sierra de Cádiz (la que me pillaba más cerca). Y así seguí hasta los 23 más o menos. Un día, sin previo aviso, sin que hubiese pensado en ello antes, ni haber tenido atisbos, me sobrevino el vértigo… las piernas flojas, la tensión por los suelos, todo empezó a moverse a mi alrededor.
Tuve que echarme atrás y sentarme en el suelo, cuanto más pegado al suelo me sentía mayor era la sensación de seguridad. Me acababa de sobrevenir un vértigo brutal, absoluto y dominante que ya jamás me abandonaría.
Asomarme a picos y acantilados, subir hasta aquel saliente o disfrutar de las vistas de cualquiera de las terrazas naturales que abundan en la sierra, se había terminado. Sin que la lógica o el razonamiento lograsen disminuir ni un ápice, esa desagradable sensación que produce el vértigo.
Así que, en aquellos momentos previos a mi primer vuelo todo lo que conseguía pensar era qué diablos estaba haciendo yo allí. ¿Cómo me había dejado convencer?
VERTIGO
Momentos antes de despegar, ya atado al arnés, en un ataque de sinceridad inducida sin duda por el nerviosismo, me giré hacia el piloto que estaba detrás de mí y le dije con los ojos desencajados: “creo que no voy a poder hacer esto, tengo mucho vértigo”. Nacho, me miró (aun no sé si con su mirada de “no seas ya más tonto” o con la de “demasiado tarde para eso”) y con una voz tranquilizadora, me dijo: “No te preocupes… yo también”…
No conseguía entenderlo. ¿Yo también?!! La respuesta rebotaba con energía en las paredes de mi cerebro como una partícula irradiada. Descontrolada, demasiado veloz para cazarla.
Antes de lograr procesar aquella desconcertante información, Nacho había levantado la vela y corríamos por el despegue inclinado de Algodonales rumbo hacia el horizonte.
Cinco minutos después ya lo único que quería hacer el resto de mi vida era volar. En aquellos primeros momentos, en los cuales trataba aun de entender por qué no estaba profundamente mareado y con un ataque de pánico, me enamoré del vuelo libre, tal vez perdidamente.
Es difícil de explicar si no lo has vivido, pero la agradable sensación de flotar y moverte por el aire como un pájaro, superaba con creces todas mis expectativas. Me sentía libre, grande y pequeño a la vez, único de algún modo (a pesar de las decenas de pilotos y pasajeros que planeaban junto a nosotros buscando el mismo aire ascendente), feliz es quizás el término más aproximado.
Es casi increíble, mágico. No existe el vértigo cuando vuelas, no hay una referencia a la que tu cerebro se pueda agarrar para inducirte ese desagradable mareo. Así que olvídate de eso. Yo, por mi parte, sigo teniendo y sufriendo ese vértigo, pero sólo cuando tengo mis pies en tierra y me asomo al vacío. El vuelo, ha borrado por completo esa sensación.
Cuando vas a volar por primera vez en parapente, lo que puedes esperar es a un grupo de pilotos y monitores, dispuestos a hacer de esa nueva experiencia tuya un momento único, un “happy moment” para el recuerdo. Algo indeleble para el resto de los tiempos que ocupará un rincón especial en tu memoria.
Priorizaran tu seguridad por encima de todo y les dará igual si te enfadas porque finalmente el día no os ha dejado volar (créeme ellos también están muy enfadados por eso, seguro que más que tu). Has venido y estás ahí para volar, pero ellos están ahí para garantizar que es seguro hacerlo y si no se puede, si no es seguro para ti, no se vuela.
Llegado el momento probablemente estés algo nervios@, o el desconocimiento de qué y cómo va a pasar haga que cierto miedo juegue a la carraca con tu cerebro y tus tripas. Tranquilízate y respira. Lo único cierto es que vas a experimentar algo maravilloso y además, no podrás estar totalmente seguro de qué es hasta que lo hagas.
Pero, piénsalo… ¿acaso no comienza siempre así lo mejor de esta vida?
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